ÚLTIMOS DÍAS DE LA CORONELA MANUELA SÁENZ
ÚLTIMOS DÍAS DE LA CORONELA MANUELA SÁENZ
*Daniel Alberto Madriz.
Semanario TodasAdentro número 1121
La norteña bahía peruana ubicada a orillas del océano Pacífico y apenas a 57 km de Piura, conocida como Paita, o Payta en quechua lengua milenaria preincaica, era un solitario puerto natural carente de agua dulce, no obstante gozaba de poseer una riqueza abundante y variada de peces en sus profundidades y muy visitado por cazadores de ballenas que casi las exterminan por completo dado que tenía una gran demanda desde siglos atrás porque de ella se extraía un aceite que era usado de combustible para lámparas y lubricantes para máquinas y locomotoras, además que con sus grasas fabricaban jabón y otros productos derivados del cetáceo, al punto que a mediado de 1850, las empresas de aceite de ballena, conformaban la quinta industria más importante de Norteamérica. La bahía de Paita fue habitada desde tiempos prehispánicos inmemorables por navegantes artesanales originarios que intercambiaban pescado, papa, hortalizas y otros alimentos con los pueblos cercanos de Ecuador y Panamá. A finales de noviembre de 1856 Paita estaba más desolada que nunca, casi era inexistente pescadores en su ribera y gente en sus calles, las puertas y ventanas de sus amplios o pequeños casas se mantenían cerrados y extrañamente la razón no se debía a un posible desembarco de piratas como lo hizo el inglés Francis Drake en 1579 o el francés Thomas Cavendish en 1587 asaltos que ocurrieron repetidas veces en siglos pasados cuando era atacada por los filibusteros y corsarios que destruyeron y quemaron la iglesia y negocios pequeños del pueblo en varias ocasiones.
Ahora la amenaza era algo terriblemente peor y letal, se trataba de la propagación de la peste exterminadora conocida como la difteria, contraída por un marinero que fue dejado moribundo en la enfermería de Paita y antes de morir contagió a varias personas que a su vez la propagaron por todo el vecindario e iba matando en pocos días a todo aquel desprevenido que se encontraba a su paso con una persona infestada, virus que no hacía distinción de edad, estatura, cargo u oficio.
La difteria en la época, era incurable dado que no existía medicamento o vacuna alguna contra ella, siendo una enfermedad contagiosa causada por bacterias que producían toxinas derivadas en veneno para las células humanas, y se propagaba de persona a otra a través del aire cuando un infectado tosía o estornudaba frente a otra, contagiándola y de forma fatal la conducía a una muerte súbita de manera irremediable. La toxina diftérica dañaba las vías respiratorias y podían extenderse por todo el cuerpo de forma letal, produciendo síntomas como fiebre, dolor de garganta e hinchazón de los ganglios del cuello, que se van inflamando y bloquea el flujo del aires hacia los pulmones de manera que produce un ahogamiento por falta de oxígeno que, al final extinguía la vida del contagiado. Entre el segundo y el tercer día después de contraer la infección, el tejido muerto en el tracto respiratorio forma una capa gruesa de color gris que puede cubrir los tejidos de la nariz, las amígdalas y la garganta, lo que dificulta la respiración y la deglución.
En España, en el siglo XIX, era llamada “garrotillo”, pues la muerte por asfixia que causaba, recordaba a los ajusticiados mediante garrote vil o ahogamiento mecánico producido por un torniquete que apretaba el cuello hasta la muerte del condenado. La toxina de la difteria produce también posibles complicaciones como la inflamación del corazón, de los nervios y la tráquea que era llamada, de forma coloquial, “cuello de toro” por la inflamación de la laringe. De manera que la fatal toxina asesina de la difteria fue la noticia del pueblo de Paita y sus alrededores durante semanas y meses, quienes huyeron a tiempo lograron salvarse porque el virus se propagó de inmediato, pero de manera tardía se tomaron medida sanitarias preventivas, y así de esquina en esquina como los chismes de pueblo se hablaba de los innumerables fallecidos cada día. Y así, al igual que el viento que corría por la bahía, llegó la difteria a la casa de techo rústico de dos aguas, de grandes ventanas y puerta de color melón dónde residía desde hacía 20 años, la Coronela Manuelita Sáenz, la mujer más hermosa, indomable, admirable y letrada que habían visto los ojos de los humildes pescadores, diplomáticos, autoridades, forasteros, rústicos cazadores de ballenas y asiduos visitantes de Paita en mucho tiempo.
Una de su ayudantas murió primero y luego su compañera de infortunio la ex esclava liberta Juana Rosa, quién atendía el negocio de tabaco y dulceria de su patrona quiteña, y como única sobrevivientes de las ayudantes de la Coronela quedó expuesta a la peste por ser quién hacía los mandados y compras que necesitaban para sobrevivir, y que, en mala hora, contrajo también la terrible enfermedad y que de forma involuntaria la propagó a La Caballeresa del Sol, título con la que el gran héroe Argentino José de San Martín honró a la aguerrida quiteña por el papel que desempeñó en la independencia del Ecuador.
Juana Rosa murió 72 horas antes que Manuelita Sáenz, que se encontraba sola y contagiada ya, luchó por más de tres días contra la difteria, ese enemigo invisible pero tan cruel y traidor como Francisco de Paula Santander, o Córdoba héroe y arribista a la vez devenido instigador que se alzó contra el Libertador. Postrada, sin movilidad desde hacía varios años, cuando tuvo un accidente casero que le daño la medula espinal, se hallaba desarmada frente a ese nuevo enemigo fantasmagórico aparecido desde las sombras, contra el cual no valía su coraje y valentía demostrado en cuántas batallas libró saliendo victoriosa de todas ellas. Minutos antes de sus últimos suspiros y con las finales partículas de oxígeno que pudo respirar, sólo debió recordar al hombre y visionario a quién le había dedicado ocho años de su existencia, juventud y pasión patriótica y a quién salvó, no una, sino docenas de veces, aún exponiéndose al escarnio público de sus enemigos poderosos, quienes quisieron asesinar, sin un ápice de remordimiento al otrora Presidente de Colombia la Grande, que no era otro, sino el amor único de su vida, que le había correspondido y que veneraba eternamente después de su partida en Santa Marta en 1830: El Libertador Simón Bolívar.
Manuela Sáenz, la Coronela sucumbió sofocada sin penas ni gloria en su última batalla frente a la desafiante enfermedad de la garganta, aquella tarde del domingo 23 de noviembre de 1856. Al caer el sol abrazante de aquel funesto domingo, se aproximaron a la casa ubicada al final de la única calle decente del puerto de Paita y posada de cazadores de ballenas, dos personas que hacían las veces de sepultureros por fuerza mayor y el sanitario del pueblo, todos enmascarados con ordinarios pañuelos sobre sus cabezas que le cubrían las narices y bocas, con huecos ordinarios hacia los ojos de dónde sobresalían las órbitas aterrorizadas de los tres enterradores dándoles una expresión de espanto.
Manuelita Sáenz. El letrero queriendo hablar, solo pudo moverse con un vaivén sincronizado como un minué sin parar, empujado por la fuerte y constante brisas marina de la bahía de Paita. El carruaje partió con rumbo a la fosa común y en una esquina se cruzó con un militar apresurado corriendo en sentido contrario que miró el destartalado carretón sin reparar quién iba dentro y más bien apresuró el paso para llegar a la casa de quién fuera su amiga llamada la Libertadora, solicitada así con cariño por las doñas de Paita y las niñas y niños que eran ahijados de doña Manuela cuando ella acedía a serlo, con la condición que fueran bautizados con el nombre de Simón o Simona. El militar en cuestión era un antiguo oficial del Libertador Simón Bolívar con grado de General llamado José Antonio de la Guerra Montero, venezolano y oriundo de Los Puertos de Altagracia y tan zuliano, al igual que el general Rafael Urdaneta. El General Guerra frecuentaba la casa de la patriota que había nacido bajo la línea de Ecuador pero tan continental como la Pacha mama, como el que más, cuando se trataba de defender la Patria Grande. La Sáenz como la llamaban sus enemigos, fue en realidad una aguerrida mujer que había cambiado su tranquilidad hogareña y comodidades para combatir con valor inigualable a la par de cualquier soldado varón en las Batallas de Junín y Ayacucho, ganándose a sangre y fuego su grado de Coronela del Ejército de la República de Colombia, otorgado por el propio Libertador Simón Bolívar a petición de toda la tropa, los Húsares y del propio Gran Mariscal de Ayacucho, batalla que selló la total Emancipación del continente. El General Guerra, al llegar al portal de la casa de Manuela Sáenz, la vió parcialmente en llamas y con la rapidez necesaria en una batalla, apartó escombros y cenizas, ayudado por dos acompañantes logrando rescatar parte de los Archivos del Libertador; dos diarios de Manuelita Sáenz, tan importante para ella y la posteridad. Archivos que la visionaria Coronela, previendo cualquier percanse había permitido que el General Daniel Florencio O’Leary lo copiara años atrás, en vista de que sus enemigos y el propio Santander hicieron lo imposible por destruir, cuando ella fue deportada de Bogotá a Jamaica, y no lo encontraron porque ella lo tenía escondido en un convento en la colina de Monserrat, en la propia capital neogranadina. En esas cientos de cartas, se evidenciaba la traición de Santander y de su grupo tenebrosos y desalmados contra el Libertador, entorpeciendo los planes para unir las antiguas excolonias del continente en una República de Repúblicas. Francisco de Paula entre otras conspiraciones saboteó y boicoteó el Congreso Anfictiónico y fue el autor intelectual del complot y frustrado intento de asesinarlo en la llamada “Noche Septembrina “ y que en agradecimiento a la pronta y decidida actuación de Manuelita Sáenz evitando el asesinato de Simón Bolívar, éste la llamó la Libertadora del Libertador. Años después, pese a que el Presidente de Venezuela Guzmán Blanco ordenara la desaparición del último tomo de las Memorias del Edecán del Libertador, Daniel Florencio O’Leary, referente a las cartas de Manuelita Sáenz a Bolívar y de éste hacia ella, de los tres ejemplares impresos solo uno logro salvarse de la hoguera machista de Guzmán, llamado popularmente el afrancesado. Finalmente, después de que el General Guerra recuperará algunas cosas y documentos rescatados de la incineración de la casa y patio de la Coronela Manuela Sáenz, le escribió a su esposa varios días después del deceso de doña Manuela, el día 5 de diciembre de 1856, diciéndole: “El 23 del pasado, a las 6 de la tarde, dejó de existir nuestra amiga doña Manuela Sáenz y tres días antes enterraron a su sirvienta Juana Rosa; ambas fallecieron de la abominable e infernal enfermedad de La garganta […]. Manuela Sáenz fue una mujer integra, adelantada a su tiempo, que rompió de forma consciente con la hipocresía de la sociedad que le tocó vivir, normativa con doble rasero de género, ambigüedad moral, machista y heredera de la amoral sociedad feudal patriarca del medioevo europeo, impuesta por los colonizadores en nuestro continente desde 1492. Biografía: Álvarez, Carlos. Manuela sus diarios perdidos y Otros papeles; Bolívar, Simón. Obras Completas. Compilación y notas de Vicente Lecuna; Miguens, Silvia. La gloria eres tú; O’leary, Daniel Florencio. Memorias; Roura, Tania. Manuela Sáenz, Una Historia Maldicha; Luz Argentina. Jonatás y Manuela; Wolfgang von Hagen, Víctor. Cuatro Estaciones de Manuela Sáenz. Daniel Alberto Madriz. Ilustración: René Rojas.
*Daniel Alberto Madriz
Comunicador / Analista político
Fundador y CoEditor de NotiVecinos
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